A la manera de Mónaco en Francia, Macao se extiende construyendo sobre el mar. La ciudad, que pasó a ser controlada por Pekín en diciembre de 1999, parece al abrigo de las turbulencias chinas, pero enfrenta otras batallas, como la de los propietarios de casinos venidos de Las Vegas con proyectos faraónicos. Tanto, que se piensa en alquilarle a China una isla cercana. Además, en este “infierno del juego” falta mano de obra.
Cuando el ferry se acerca lentamente al desembarcadero, se observa un istmo estrecho, rodeado de dos bahías profundas donde los conquistadores portugueses y los culíes chinos construyeron una ciudad mítica denominada Macao. En su origen, la ciudad se llamaba A-Ma-Gao (La Bahía de Ama), en homenaje a una heroína local que, según la leyenda, salvó a centenares de barcos de pesca víctimas de espantosas tormentas, bastante frecuentes en esta región tropical del sur de China.
En esta franja de tierra, que recuerda al tallo de una flor, los descendientes de los primeros pescadores, ayudados por los marinos de Lisboa, construyeron una ciudad con dos caras: al borde del mar, torres, casinos, monumentos e incluso una ciudad en miniatura que reproduce pueblos africanos, capitales europeas y casas del sur de Estados Unidos. El Macao de la orilla del mar es una fachada, un decorado de rascacielos y carteles publicitarios, un mal ejemplo de la modernización al estilo chino. Pero el peor defecto de este parque de diversiones de los trópicos es que oculta una joya soberbia, la segunda cara de la península: el viejo Macao, misterioso, indisciplinado y generoso.
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